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Es mi última noche en Nepal, duermo en un hotelucho del barrio de Katmandú entregado a los turistas, Thamel.
El hotel es modesto, aunque la habitación es grande, la sensación no es de limpieza precisamente y el aislamiento acústico (y térmico) repecto a la calle es nulo.
Katmandú no es una ciudad silenciosa ni limpia y Thamel lo es aún menos. El ruido de personas, música, comercio de todo tipo (todo tipo) y coches, sobretodo pitidos, dura casi toda la noche apenas quizá hay una pausa entre las tres y las seis de la madrugada.
No es la primera vez que duermo en este hotel pero esta noche es especialmente poco apacible sea por causas ajenas o propias. Toda la noche la paso en ese estado entre dormido y despierto, sin parar de moverme en la cama, en un estado de vigilia ausente o de sueño consciente, nunca ni aquí ni allí. Estas noches no son raros los sueños lúcidos, pero de esta vez no recuerdo ninguno.
Más tarde se me ocurrirá pensar que igual la mente estaba ocupada en demasiados cambios.
A las seis pasarán a recogerme para llevarme al aeropuerto y volver a casa. En cualquier caso no va a ser una noche larga.
Me levanto media hora antes y acabo los preparativos. Algo antes de la hora prevista pican a la puerta y es hora de partir.
El aire de la mañana es fresco y agradable a pesar de la contaminación. De camino al aeropuerto veo a los conductores de rickshaws durmiendo en su carros, tapados con una manta, y pienso en que quizá no tienen nada más en esta vida. Eso es todo.
Ya en Tribhuvan, existe un extraño samadhi del aburrimiento de volver a casa: colas para facturar (nada que hacer), colas en el control de seguridad (nada que hacer), esperar el vuelo (nada que hacer), sentarse en tu asiento y volar horas y horas (nada que hacer), aterrizar en Dubai y repetir el proceso hasta la nausea. Uno puede buscar entretenimiento o sencillamente sumergirse en la no actividad de forma totalmente entregada.
Si entiendes que las 18 horas van a ser 18 horas si tienes prisa y van a ser 18 horas si no tienes prisa, uno puede caer en ese dolce far niente aunque sea necesaria cierta acción mínima de tanto en tanto. 18 horas de no acción son bastantes, apenas es necesario nada, ni hablar si vas solo, ni pensar, ni ansiar, planificar, ni rechazar… solo conectar con tu presente en cada momento. Y estar relajado mientras te mueven de un momento al siguiente.
Pero probablemente no es hasta el desembarco del primer avión que me doy cuenta de que algo ha cambiado de nuevo.
Estos días de trekking por la noche la absorción ha sido notablemente fuerte. Y esos cambios, esos cambios siempre ocurren por estas fechas, y especialmente de vacaciones, así fue aquel 11 de Septiembre también. El día de la primera muerte.
Y ahora se presenta una solidez inamovible que es la unión de la presencia y el universo representado, en su forma más natural y estable hasta ahora.
En el control de seguridad de Barcelona, las cabinas automáticas me rechazan y voy a la cola manual. Cuando me atiende el agente miro atrás y no queda nadie. Soy el último. Es un espacio tan y tan amplio y lleno de cintas de plástico para establecer las colas… Preparado para cientos de personas, y ahora está vacío. Es como el final de una fiesta, donde en la sala vacía solo quedan los platos y vasos de plástico sucios y las servilletas de papel usadas por el suelo. Todo el mundo se ha ido ya a casa.
Tras dar las buenas noches al agente, cierro el pasaporte y lo guardo, ya no lo volveré a utilizar en unos meses.
Mientras salgo recuerdo a Tao y mi corazón se ilumina de gozo.
Tras tanto tiempo, quizá infinitas vidas, quizá un segundo…
…finalmente he vuelto a casa.